La pregunta da para encendidos debates. He elegido la introducción del libro de David Irving "La Guerra de Hitler" porque creo que sintetiza muy bien varios debates, como el del título. Todo el texto que sigue es del propio Irving:
"A los historiadores se les ha concedido un poder que incluso a los dioses se ha denegado: alterar los hechos ya ocurridos"
Así comienza el polémico David Irving su famoso libro "La Guerra de Hitler". Irving continúa así:
- Tuve muy presente esta sarcástica frase cuando, a fines de 1964, me embarqué en el estudio de los años de guerra de Hitler. Estimé que mi función sería la propia del encargado de limpiar la piedra de una fachada, por cuanto mi principal preocupación no sería tanto la palabrera y subjetiva apreciación arquitectónica, cuanto la de quitar la suciedad y reavivar los colores de un silencioso e imponente monumento, sin saber de antemano si el monumento, una vez puesto de manifiesto, resultaría tan horroroso que más valdría apartar de él la vista.
En anteriores libros, me basé en las fuentes originarias de la época en cuestión antes que en la literatura publicad sobre el tema. Ingenuamente supuse que podía aplicar la misma técnica al estudio de Hitler, con el fin de terminar el trabajo en el plazo de cinco años, sin siquiera sospechar que tardaría once en dejar al descubierto la pétrea base formada por los hechos, sobre la que se construyó la leyenda de Hitler. Pero tengo el convencimiento de que la dura labor de rascar ha revelado una imagen de aquel hombre, que, hasta el momento presente, nadie podía imaginar.
La conclusión a que llegué al terminar mis investigaciones me sorprendió a mi mismo: si bien es cierto que Adolf Hitler fue un jefe militar firme e implacable, tampoco cabe negar que, durante los años de guerra, se comportó como un líder político blando e indeciso que permitió que los negocios del Estado anduvieran a la deriva. En realidad, Hitler fue probablemente el dirigente político más débil que haya tenido Alemania en el presente siglo. A pesar de que a menudo reaccionaba brutalmente y carecía de sensibilidad, Hitler no sabía ser despiadado en los momentos más necesarios. Por ejemplo, se negó a ordenar el bombardeo de Londres hasta que tuvo que adoptar forzosamente tal decisión, a fines del verano de 1940. Se mostró remiso a imponer la dura prueba de la total movilización a la alemana "raza de amos" hasta el momento en que fue demasiado tarde para que tuviera eficacia, de modo que, mientras las fábricas de municiones reclamaban a gritos el aumento de su fuerza de trabajo, ociosas amas de casa alemanas seguían dando empleo a medio millón de servidoras domésticas, dedicadas a quitar el polvo y dar brillo a los muebles de sus hogares. La indecisión militar de Hitler también quedó de relieve, por ejemplo, en sus aterradas vacilaciones en los tiempos de crisis, cual la de la batalla de Narvik, en 1940. Durante un periodo excesivamente largo, impuso ineficaces medidas contra sus enemigos en el interior de Alemania, y al parecer fue incapaz de valiosas decisiones contra la fuerte oposición existente en el seno de su propio alto mando. Toleró a ministros y a generales incompetentes mucho más tiempo que los dirigentes aliados lo hicieron. Tampoco supo unir a las enfrentadas facciones del partido y de la Wehrmacht, para que lucharan juntas por la causa común, y fue incapaz de aplacar el corrosivo odio que el OKH (Ministerio de la Guerra) sentía hacia el OKW (el alto mando de la Wehrmacht).
Creo que en este libro demuestro que cuanto más se aislaba Hitler mediante las alambradas y los campos de minas que rodeaban su lejano cuartel general militar, más se convertía Alemania en un Führer-Staat sin Führer. La política interior estaba dominada por aquellos que más poderosos fueran en cada sector, por Hermann Göring, en su calidad de jefe del poderoso organismo económico del plan cuatrienal; por Han Lammers como jefe de la cancillería del Reich; por Martin Bormann, el jefe del partido, o por Heinrich Himmler, ministro del Interior y Rechsführer de las SS de negro uniforme.
La gran complejidad del carácter de Hitler queda de relieve al comparar su extremada brutalidad, en algunos aspectos, con su casi ridículo sentimentalismo y su tozuda fidelidad a convencionalismos militares abandonados largo tiempo atrás, en otros aspectos.
Tradicionalmente se estima que la demostración de lo negativo es siempre difícil; sin embargo, creo que vale la pena intentar desacreditar ciertos dogmas aceptados, aunque sólo sea para poner de relieve la escasa credibilidad de muchas leyendas acerca de Hitler, actualmente en circulación.
El mayor problema que se plantea en el momento de dar un tratamiento analítico a Hitler es la aversión hacia él, como persona, creada por años de intensa propaganda bélica, y por una emotiva historiografía de posguerra.
Las caricaturas de los dirigentes nazis han influido perniciosamente en las obras de historia, desde aquellos tiempos. A los autores les ha resultado imposible despojarlos de su satánica manera de ser. Ante el fenómeno del propio Hitler, los historiadores son incapaces de comprender que era un ser humano normal y corriente, que caminaba y hablaba, pesaba unas 155 libras, tenía el cabello entrecano, los dientes postizos en su mayor parte, y padecía de crónicos problemas digestivos. Para ellos, Hitler es la encarnación de Satanás. Después de su muerte, el proceso de satánica mitificación de Hitler aumentó todavía más. En los procesos de Núremberg, la culpa pasó del general al ministro, del ministro al dirigente del partido, y de todos ellos, invariablemente, a Hitler. Bajo el sistema de editores "con licencia", tanto en lo referente a libros como a periódicos, impuesto por los aliados a la Alemania de la posguerra, las leyendas gozaron de gran predicamento. Por absurdo que fuera, todo relato gozaba de crédito, y nadie ponía en tela de juicio la autoridad de los escritores que los pergeñaban.