"Considero una predestinación feliz haber nacido en la pequeña ciudad de Branau sobre el Inn; situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes, cuya fusión se nos presenta - por lo menos a nosotros los jóvenes - como un cometido vital que bien merece realizarse a todo trance. La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso de que esa unión considerada económicamente fuese indiferente o resultase incluso perjudicial, debería llevarle a cabo a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. Mientras el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de un derecho moralmente justificado para aspirar a una acción de política colonial. Sólo cuando el Reich, abarcando la vida del último alemán, no tenga ya la posibilidad de asegurarle a éste la subsistencia, surgirá de la necesidad del propio pueblo la justificación moral de adquirir posesión sobre tierras en el extranjero. El arado se convertirá entonces en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para la posteridad el pan cotidiano."
Así comienza Mein Kampf, Mi Lucha, de Adolf Hitler. Con esto, sobran las palabras sobre la importancia que daba Hitler a la unión de Austria y Alemania, el llamado Anschluss. El que lo consiguiera nos da una idea sobre el tesón y la voluntad del Führer.
En una conferencia del partido, Hitler manifestó la intención de convocar una votación por toda Alemania y Austria el 10 de Abril para confirmar el Anschluss. Ésta era la pregunta:
- ¿Acepta a Adolf Hitler como nuestro Führer y, por tanto, acepta la reunificación de Austria con el Reich alemán como se efectuó el 13 de marzo de 1938?
El resultado desbordó al mismo Hitler. De los 49.493.028 con derecho a voto, votaron 49.279.104; y de éstos, 48.751.857 adultos (el 99.08%) confirmaron su apoyo a las medidas de Hitler. Tanta unanimidad resultaba casi desconcertante.
Hitler dio instrucciones a Ribbentrop para que el ex canciller Schuschnigg recibiera un trato digno y se le proporcionara un refugio tranquilo en cualquier parte. Pero al cabo de unos años -como tantas otras órdenes de Hitler- esto acabó por olvidarse, y Schuschnigg fue internado en un campo de concentración hasta que le liberaron en 1945.
(El Camino de la Guerra, David Irving)
Puesto que considero la unión de Austria un hecho casi sentimental de Hitler, vamos a relatar lo que su amigo August Kubizek escribió al respecto:
- El 12 de marzo del año 1938 atravesó Adolf Hitler la frontera, exactamente por el mismo lugar en el que su padre había servido como funcionario de aduanas. El ejército alemán entraba en Austria. La noche del 12 de marzo habló Hitler desde el balcón del ayuntamiento de Linz, que seguía siendo todavía tan modesto y sencillo como en tiempos de nuestra juventud, a la población de la ciudad congregada en la Plaza principal. Me hubiera gustado dirigirme a Linz, para hablar con él, pero tenía tanto que hacer buscando alojamiento para las tropas alemanas, que no me fue posible abandonar Eferding. Pero cuando el 8 de abril llegó Hitler de nuevo a Linz y después de una manifestación política en los talleres de la fábrica de locomotoras Krauss se instaló en el Hotel Weinzinger, traté de entrevistarme con él. La plaza delante del hotel estaba llena de gente. Me abrí paso a través de la multitud hasta la línea de guardias y les dije a los hombres de las SA que quería hablar con el canciller del Reich. Estos me miraron en el primer momento con extrañeza, y me tuvieron, con seguridad, por un loco. Pero cuando les enseñé una de las cartas de Hitler, se desconcertaron y llamaron a un oficial. Cuando también éste hubo visto la carta, me dejó pasar en seguida y me acompañó hasta el vestíbulo del hotel.
El vestíbulo parecía un enjambre de abejas. Numerosos generales formaban grupos y comentaban los acontecimientos. Ministros del Estado, conocidos por las revistas ilustradas, altos funcionarios del partido y otras personas de uniforme entraban y salían. Los ayudantes, posibles de reconocer por sus brillantes charreteras, pasaban presurosamente por la estancia. Y todo este agitado movimiento giraba en torno a un solo hombre, él mismo, a quien yo quería también ver. Sentí que la cabeza me daba vueltas, y me di cuenta de que mi empresa carecía de sentido. Tenía que hacerme a la idea de que mi antiguo amigo de juventud era ahora el canciller del Reich, y que este cargo, el máximo en el Estado, había creado entre nosotros una distancia infranqueable. Los años en que yo era la única persona a la que él dedicara su amistad y a quien confiara los problemas más íntimos de su corazón, habían terminado de manera definitiva. En consecuencia, lo mejor sería alejarme de nuevo de allí y no interponerme por más tiempo el camino de estos elevados personajes, que con toda seguridad deberían atender a importantes misiones.
Uno de los ayudantes más destacados, Albert Bormann, a quien yo había transmitido mi deseo, vino a mi de nuevo al cabo de unos instantes y me participó que el canciller del Reich se encontraba algo indispuesto y que hoy no recibiría ya a nadie. Me rogaba venir de nuevo mañana al mediodía. Bormann me invitó luego a sentarme por unos momentos, pues quería hacerme algunas preguntas. Me preguntó, con voz doliente, si en su juventud el canciller se había acostado siempre tan tarde. En la actualidad no se acostaba jamás antes de la medianoche, y dormía hasta avanzada la mañana, en tanto que los que le rodeaba, que por la noche debían seguir el ejemplo del canciller, debían levantarse temprano también a la mañana siguiente. Bormann se lamentó también de los accesos de cólera de Hitler, a los que nadie podía hacer frente, así como de la extraña alimentación del canciller, que consistía en manjares sin carne, platos a base de harinas y zumos de frutas. ¿Era ésta también la costumbre del canciller en su juventud?
Yo contesté afirmativamente, pero añadí que entonces solía comer también carne. Con ello me despedí. Este Albert Bormann era un hermano del conocido dirigente del Reich Martin Bormann.
Al día siguiente me dirigí de nuevo a Linz. Toda la ciudad estaba en pie. En todas las calles se agolpaba la multitud. Conforme iba acercándome al hotel Weinzinger, tanto más compacta se hacía la masa. Finalmente, pude abrirme paso hasta el hotel y ocupé de nuevo un sitio en el fondo del vestíbulo. La excitación y la agitación eran aún mayores que el día anterior. El día de hoy era el fijado para el plebiscito anunciado para Austria. Es fácil de imaginarse que en torno a la persona de Adolf Hitler se concentraban todas las decisiones. De todas formas, no hubiera podido encontrar una oportunidad menos favorable para este reencuentro. Calculé mentalmente. A principios de julio de 1908 nos habíamos despedido en el vestíbulo de la estación del Oeste. Hoy era el 9 de abril de 1938. Habían transcurrido, pues, exactamente treinta años entre aquella inesperada separación en Viena y el encuentro de hoy, caso de que ésta pudiera llegar a realizarse. Treinta años -¡la vida entera de un hombre!- ¡Y qué acontecimientos más trascendentales no habían traído consigo estos treinta años!
Yo no me hacía la menor ilusión de lo que habría de suceder, si es que Hitler sentía realmente el deseo de verme. Un breve apretón de manos, quizá un familiar golpecito en la espalda, un par de apresuradas palabras, dichas entre la puerta y el dintel, y con ello tendría que darme por satisfecho. Me había preparado también cuidadosamente un par de palabras adecuadas. Lo que me causaba ciertas preocupaciones era la manera como debía dirigirme a él. Era imposible dirigirme al canciller del Reich como "Adolf". Sabía bien cuán penoso le era cualquier falta de protocolo. Lo mejor sería atenerse a la interpelación generalmente utilizada. Pero Dios sabría si llegaría a tener siquiera ocasión de recitar el "discurso" preparado.
Lo que luego tuvo lugar va unido lógicamente en mi recuerdo a la emoción del momento. Cuando Hitler salió repentinamente de una de las habitaciones del Hotel Weinzinger, me reconoció al instante y me tomó del brazo, dejando plantado a su séquito y saludándome con un alegre "¡He, Gustl!"
Recuerdo todavía cómo tomó entre sus dos manos mi mano derecha, extendida hacia él, y cómo sus ojos, claros y penetrantes como en otros tiempos, se clavaron en mí. Lo mismo que yo, estaba él también visiblemente emocionado. Pude adivinarlo en el timbre de su voz.
Los dignos personajes del vestíbulo nos miraron a los dos con asombro. Nadie conocía a este extraño hombre de civil a quien el Führer y canciller del Reich saludaba con una cordialidad que muchos me envidiaban, con toda seguridad, en estos momentos.
Finalmente, pude recobrar de nuevo la serenidad y declamé las palabras preparadas. Él me escuchó atentamente mientras sonreía ligeramente. Cuando hube terminado, asintió con la cabeza, como si quisiera decir: "¡Bien aprendido, Gustl!", o incluso quizá: "Mi amigo de la juventud me habla ahora como todos los demás". A mi, sin embargo, que parecía fuera de lugar cualquier muestra de confianza que partiera de mí. Después de una breve pausa, me dijo: "Venga usted".
Es posible que con mis estudiadas palabras no me aplicara ya aquel "tú", utilizado por él en su carta del año 1933. Pero, hablando con franqueza, me sentí aliviado cuando le oí dirigirse a mí de "usted".
El canciller del Reich me procedió hasta el ascensor. Subimos hasta el segundo piso del hotel, donde se encontraban sus habitaciones. Su ayudante personal abrió la puerta. Entramos en ellas. El ayudante salió de la estancia. Estábamos solos. Nuevamente tomó Hitler mi mano, me miró fijamente durante largo rato y dijo:
- Su aspecto es exactamente igual al de entonces, Kubizek. Le hubiera reconocido al instante en cualquier parte. No ha cambiado, solo ha envejecido.
Después me llevó hasta la mesa y me invitó a sentarme ante ella. Me aseguró cuánto se alegraba de volver a verme al cabo de tanto tiempo. Le había complacido especialmente mi felicitación, pues yo era quien mejor sabía cuán difícil había sido para él el camino. Esta ocasión no era ciertamente la más favorable para una larga conversación, pero confiaba que en el futuro habría de presentarse ocasión para ello. Él ya me lo haría saber. No era aconsejable escribirle a él directamente, pues las cartas que se le escribían no llegaban, muchas veces, siquiera a sus manos, pues debían ser previamente seleccionadas para descargar su trabajo.
- Yo no tengo ya vida privada como en aquellos tiempos, ni puedo hacer tampoco lo que quiero, como cualquier otra persona.
Así diciendo se levantó y se acercó a la ventana, que ofrecía una perspectiva sobre el Danubio. Seguía allí todavía el viejo puente de tirantes, que tanto le había enojado ya en su juventud. Como era de esperar, se refirió inmediatamente a él.
- ¡Este feo camino! -exclamó- sigue todavía aquí. Pero no por mucho tiempo, se lo aseguro a usted, Kubizek.
Con ello, se volvió de nuevo a mi y sonrió:
- A pesar de todo, me gustaría cruzar una vez más este puente en su compañía. Pero esto no es posible ya, pues allí donde yo aparezco, todos vienen detrás de mí. Pero, créame, Kubizek, es mucho lo que me propongo hacer todavía en Linz.
Esto no lo sabía nadie mejor que yo. Como era de esperar, me expuso de nuevo todos aquellos proyectos que le ocuparan en su juventud, como si entre tanto no hubieran transcurrido treinta, sino a lo sumo tres años.
Poco antes de haberme recibido a mí había recorrido en coche la ciudad, para informarse acerca de las modificaciones que habían sufrido sus edificaciones. Ahora me expuso los distintos proyectos. El nuevo puente sobre el Danubio, que debía llevar el nombre de "Puente de los Nibelungos", debía ser una obra de arte. Me refirió con detalle la ejecución de las dos cabezas del puente. Después me habló -yo me sabía ya desde un principio el orden de continuidad- del Teatro Municipal, que debería recibir ante todo un nuevo escenario. Cuando estuviera terminada la nueva Ópera, que habría de venir a sustituir la fea estación, el teatro sería utilizado solamente para las comedias y las operetas. Además, Linz necesitaba también una nueva sala de conciertos, si es que quería ser digna del nombre de una ciudad de Bruckner.
- Quiero que Linz ocupe una situación destacada desde un punto de vista cultural y crearé las condiciones necesarias para ello.
Yo pensé que con ello estaría terminada ya la entrevista. Pero Hitler pasó ahora a referirse a la creación de una gran orquesta sinfónica para Linz, y con ello la conversación dio un brusco giro hacia lo personal.
- "¿Qué ha sido de usted, realmente, Kubizek?"
Yo le expliqué que desde el año 1920 era un funcionario de la comunidad, actualmente en el cargo de un magistrado municipal.
- "¿Magistrado municipal - preguntó- qué significa esto?"
Ahora fui yo el desconcertado. ¿Cómo podía explicarle en pocas palabras lo que debía entenderse bajo este cargo? Busqué en mi vocabulario la expresión más adecuada para ello. Pero entonces me interrumpió:
- ¡Así pues, se ha convertido usted en un funcionario, un escribiente! Esto no es lo más adecuado para usted. ¿Adónde han ido a parar sus inclinaciones musicales?
Le contesté la verdad, que la guerra perdida me había lanzado por completo fuera de la órbita de mis inclinaciones. Si no quería pasar hambre, era forzoso cambiar de profesión.
Hitler asintió gravemente y dijo luego:
- Sí, la guerra perdida.
Después fijó de nuevo en mí la mirada y dijo:
- Usted no acabará su tiempo de servicio como escribiente de la comunidad, Kubizek.
Por lo demás, me comunicó su interés por ver este Eferding, del que yo le hablaba.
Le pregunté si lo decía en serio.
- Naturalmente que iré a visitarle, Kubizek -confirmó-, pero mi visita será para usted solo. Entonces nos dirigiremos los dos juntos de nuevo hacia el Danubio. Aquí no es posible, pues no me dejan salir solo.
Quiso saber si me ocupaba de la música con el mismo celo de antes.
Ahora habíamos llegado a mi tema favorito y así pasé a referirle con todo detalle la vida musical en nuestra pequeña ciudad. Temía que, a la vista de los trascendentales problemas sobre los que había de decidir en aquel entonces, mi informe habría de aburrirle. Pero me había equivocado. Cuando, para ganar tiempo, le refería algo solo por encima, le atajaba inmediatamente:
- ¡Qué dice, Kubizek, incluso sinfonías ejecutan ustedes en esta pequeña Eferding! Esto es maravilloso. ¿Qué sinfonías han ejecutado ustedes?
Yo anoté: la "Inacabada" de Schubert, la Tercera de Beethoven, la Sinfonía de Júpiter, de Mozar, la Quinta de Beethoven.
Hitler quiso saber el número y composición de los ejecutantes de mi orquesta, se mostró asombrado por mis datos y me felicitó por mis éxitos.
- Tengo que ayudarle a usted, Kubizek -exclamó-; redácteme usted un informe y dígame qué es lo que le hace falta. ¿Y cómo le va a usted personalmente? ¿No tiene usted ninguna necesidad?
Le contesté que mi cargo me permitía una existencia ciertamente modesta, pero enteramente satisfactoria, y que en consecuencia no tenía que pedirle ningún favor personal.
Levantó la mirada sorprendido. Que alguien no tuviera nada que pedirle, parecía ser algo poco corriente para él.
- ¿Tiene usted hijos, Kubizek?
-¡Si, tres hijos!
- Tres hijos, repitió conmovido.
Repitió varias veces estas palabras y con el rostro muy serio.
- Tres hijos tiene usted, Kubizek. Yo no tengo familia. Estoy solo. Pero quisiera poder preocuparme de sus hijos.
Tuve que contarle con detalle de mis hijos. Quería saber todos los detalles. Se alegró al saber que todos estaban dotados musicalmente y que dos de ellos eran también hábiles dibujantes.
- Yo me hago cargo de la tutela para la instrucción de sus tres hijos, Kubizek - me dijo - ; no quisiera que otros seres jóvenes y dotados tuvieran que seguir el mismo penoso camino que seguimos nosotros. Ya sabe usted, lo que tuvimos que sufrir en Viena. Y para mí, los tiempos más difíciles empezaron tan solo después de que nuestros caminos se habían ya separado. Allí donde yo puedo ayudar personalmente, ayudo. ¡y mucho más si se trata de sus hijos, Kubizek!
Quiero añadir en este lugar, que el canciller del Reich costeó, efectivamente, los gastos de la educación musical de mis tres hijos en el Conservatorio Bruckner de Linz a través de su oficina, y que por disposición suya los trabajos de dibujante de mi hijo fueron enjuiciados por un profesor de la academia en Munich.
Yo había contado simplemente con un apretón de manos, y ahora, llevábamos ya, en realidad, más de una hora juntos.
El canciller del Reich se levantó. Creí que la conversación habría terminado, y me levanté también. Hitler, sin embargo, hizo entrar a su ayudante y le dio las disposiciones relativas a mis hijos. Aquel le llamó entonces la atención sobre las cartas que yo conservaba todavía de los tiempos de nuestra juventud.
Ahora tuve yo que extender las cartas, tarjetas y dibujos encima de la mesa. Su asombro fue grande al ver el considerable número de estos recuerdos. Quiso saber cómo se habían conservado estos documentos. Yo le hablé del cofre pintado de negro conservado en el desván, con su bolsa en la tapa y el sobre con la anotación "Adolf Hitler". Contempló atentamente la acuarela del Pöstlingberg. Había algunos hábiles pintores, que sabían copiar tan exactamente sus actuaciones, que éstas no podían distinguirse ya del original, me refirió. Estas gentes mantenían un fructífero negocio y encontraban en todas partes tontos que caían en este engaño. Lo mejor sería no soltar de la mano este original.
Como ya en cierta ocasión habían intentado arrebatarme este material, le pregunté al canciller del Reich su opinión sobre este particular.
- Estos documentos son propiedad exclusiva suya, Kubizek - me contestó - ; nadie podrá nunca discutírselos.
La conversación versó después sobre el libro de Rabitsch. Había sido alumno de la escuela real de Linz algunos años más tarde que Hitler, y escrito, probablemente con la mejor intención, un libro sobre la época escolar de aquel. Pero Hitler estaba muy indignado por ello, dado que Rabitsch no le había conocido siquiera personalmente.
- Vea usted, Kubizek, desde el principio estuve disconforme con ese libro. Solamente puede escribir sobre mí alguien que me conociera realmente. Y si alguien es aquí el más indicado, éste es usted, Kubizek.
Y volviéndose a su ayudante, añadió:
- Tome usted en seguida nota de ello.
Con ello tomó de nuevo mis manos:
- Ya ve usted, Kubizek, cuán necesario es que nos veamos más a menudo. Cuando me sea posible le llamaré a usted de nuevo.
La entrevista había terminado. Como embriagado abandoné el hotel.
Nota: las fotografías que acompañan este post no tienen nada que ver con el encuentro de Kubizek con Hitler. Lamentablemente, o no existen, o yo no las he visto nunca.