Los recursos a la hora de escribir sobre Hitler y el III Reich son inagotables. Las estanterías de las librerías siempre disponen de abundantes libros sobre ese periodo porque son ventas seguras. Así que de vez en cuando hay que surtir el mercado con nuevos “inventos”. “El pecado de los dioses” de Fabrice D’Almeida se me antoja más digno de esta exigencia que una labor histórica de necesidad. El autor ha querido escribir un libro sobre la alta sociedad y el nazismo. Pero se ha quedado en el intento. El asunto me pareció ciertamente atractivo así que me compré el libro. Sin embargo el autor no solo no nos desvela nada nuevo sino que vuelve a caer en la zafiedad y el mal gusto. Es decir, lo que prima es la mentira. La traducción es sencillamente un desastre. Existen muchas fechas mal puestas (por ejemplo, pone que Hitler subió al poder el 30 de Junio etc.) y contiene muchos errores. Por ejemplo, se dice que Baldur von Schirach fue “gobernador de Austria” etc.
D’Almeida parece no comprender en absoluto la historia. Y llega a afirmar que “le resulta difícil situarse en la forma de pensar de aquella época tan extraña”. Vamos una declaración de principios que deja su trabajo a la altura del betún.
El autor opina que existió una alta sociedad nazi. Y confunde, o quiere confundir, a los altos dignatarios nazis con nuevas élites que deseaban a toda costa ser millonarios. Lo único que hace D’Almeida es describir las bodas de jerarcas del nazismo como Goebbels o Göring. Si cualquier boda en el mundo acostumbra a ser pomposa ¿por qué iba a ser menos la de un miembro del partido nacionalsocialista?
Ciertamente existió una relación entre la alta sociedad y Hitler. Se me antoja el periodo más interesante de esta relación la que existió al comienzo de la fundación del Partido Nacionalsocialista puesto que Hitler fue ayudado por muchas damas de la aristocracia que le financiaron abundantemente. Es conocida la atracción que sentían las damas hacia Hitler y muchas aristocráticas no fueron menos. Curiosamente el autor apenas habla de esta realidad, que bien podría ser un fabuloso hilo conductor, y simplemente se limita a decir que fue una dama quien le regaló a Hitler su primera fusta. Después dice que por aquella época, principios de los años 20, Hitler ya sentía “una verdadera atracción por el lujo y el esplendor”. Esto es, sencillamente, mentira. Si algo demostró Hitler durante toda su vida es que podía vivir modestamente y con mucha austeridad. No solo lo dijo sino que era ciertamente constatable. Hitler nunca se distinguió por tener abundantes posesiones y, menos aún, por querer tenerlas. Incluso los cuadros que compraba tenía proyectado exponerlos al público en Linz. Cualquier intento de querer demostrar que Hitler quiso enriquecerse con el poder es se cae sobre su propio peso. Basta con estudiar un poco a Hitler para comprobarlo. Pero aquí volvemos a lo de siempre que es querer difamar a Hitler a toda costa. El autor va aún más lejos y dice que la subida al poder de Hitler “es el resultado de su antigua relación con la alta sociedad alemana”. Lo cierto es que Hitler se sirvió de toda clase de ayuda para su subida al poder. No veo por qué haya que recriminarle eso cuando es perfectamente comprensible. De la misma forma habría que decir que también se sirvió de las clases más desfavorecidas. Cuando un partido quiere alzarse con el poder, por lógica, tiende a servirse de todo lo que le sea útil. Pero eso no es algo hitleriano, es algo común en la política.
Un aspecto que quiere reflejar el autor, probablemente a falta de otros, es la relación de los artistas con el III Reich. De todos es conocida la afición y mecenazgo de Hitler hacia el arte. Eso, lógicamente, hizo que hubiera muchos artistas que se beneficiaran de ello, como no podía ser menos. Lo que resulta un hecho normal a todas luces, el autor quiere denunciarlo como un aprovechamiento de muchos artistas. Nos habla de los beneficios fiscales que Hitler les concedió. Y yo me pregunto: ¿pero acaso los artistas no han estados vinculados con todos los regímenes conocidos? En las actuales democracias existen subvenciones millonarias a artistas de toda clase. No se puede juzgar ni a Hitler ni a sus artistas de querer crear una élite puesto que en nuestra sociedad esa élite es a todas luces más escandalosa. D’Almeida dice que Hitler apoyó a algunos artistas de forma corporativista creando un sistema de sumisión, a base de gratificaciones. Dice que creo prebendas fiscales a artistas para edificar su propio mito de hombre culto y generoso. Yo creo que cuando Hitler trataba con artistas lo hacía por su aprecio hacia un tipo de arte que a él le gustaba. Por supuesto que quiso sacar provecho de esa relación pero, ¿qué gobierno no hace eso? ¿Por qué no se critica la relación que tienen los actuales gobiernos con los artistas, las increíbles subvenciones que van a parar a los museos y la estrecha relación que tiene una élite intelectual en la actualidad? El mundo del arte y la política han estado ligados desde tiempos inmemorables. Criticar a Hitler por ello es, sencillamente, hipócrita.
D’Almeida habla en su libro de la élite que creó Hitler en torno a sus empleados, esto es, la famosa Adjudantur. En concreto, habla de sus secretarias, a las que Hitler hacía regalos. Pretende hacer ver que las agasajaba con grandes fortunas cuando en realidad Hitler les regalaba de vez en cuando cosas tan baratas como tazas de café. Le parece escandaloso al autor el hecho de que los ayudantes de Hitler dispongan de poderes especiales, como coches, chóferes, escolta o el derecho a portar armas. Al parecer, D’Almeida debe ignorar la cantidad de funcionarios que tan caros salen a nuestras democracias. Si lo hizo Hitler, es un escándalo. Si lo hacemos nosotros, es algo normal. También el hecho de que a los líderes nazis les gustara la buena mesa parece molestar al autor. No solo le molesta eso sino que muchas cuentas se pagaran con cargo al Estado. Todos los gobiernos gastan fortunas en comidas, todas las administraciones gastan fortunas en gastos de representación… pero si se hizo durante el gobierno de Hitler entonces ya es algo denunciable. La paranoia del autor llega a tal extremo que le resulta un escándalo que las secretarias de Hitler fueran al teatro o a la ópera. ¿Acaso no vemos en nuestras ciudades cómo nuestros ayuntamientos tienen reservados lugares en todos los teatros? Y es que a veces con la crítica a Hitler se suele llegar al ridículo.
Nos pretende convencer el autor del gran despilfarro hitleriano afirmando que Hitler “tiene un servicio digno de la realeza”. Y para demostrarlo dice que solamente en Obsersalzberg tiene 16 mujeres y 1 hombre ejercen de empleados de cocina y doncellas. Me gustaría mucho que este hombre nos dijera cuánto servicio doméstico tiene cualquier rey o presidente de gobierno de cualquier país.
También le resulta raro a D’Almeida que algunos ayudantes de Hitler tengan permiso de armas. Y llega a la increíble conclusión de que “para servir a Hitler, hay que estar dispuesto a matar y dejarse matar”. Vamos, debe de ser habitual que en nuestras democracias o en cualquier régimen ético, el máximo jefe de gobierno no lleve protección policial. Debía de ser algo que solo se le ocurrió al malo malísimo de Hitler.
De lo que se trata aquí es de culpar a toda costa a toda la burguesía alemana. Ha habido autores que han tratado de culpar del nazismo a muchos colectivos, incluso a toda la población alemana. Pero aquí el autor se quiere centrar en la burguesía. Si no la encuentra, pues llama élite a muchos nazis bien situados. Si no son nazis, pues se los inventa. El autor tiene el descaro de afirmar que TODA la burguesía “podrá hacerse fácilmente con los bienes de los judíos y por lo tanto estará interesada en su eliminación”. Esto se traduce más o menos así: todos los burgueses apoyaron a Hitler porque estaban deseando quedarse con sus bienes. Bueno, pues ya tenemos otra interpretación más del nazismo. Y van…
Cualquier cosa que hiciera Hitler y sus nazis se le antoja a D’Almeida como un plan maquiavélico. ¿Que Hitler hizo autopistas? Claro, pero no las hizo para que Alemania progresara, no, pobrecitos ilusos… las hizo para que sus dirigentes “que surcan el país en coche, sean sus desplazamientos más cómodos y más rápidos”. A mi, como directamente me entra la risa con estas conclusiones, no puedo ni criticarlas.
Cómo no, D’Almeida no deja pasar por alto el hecho de que Hitler ganara mucho dinero con su libro Mein Kampf. Se refiere a Hitler como “un multimillonario”. Y nos dice que Hitler dispone de un apartamento privado en la cancillería, otro en Munich y una casa de montaña. Yo conozco gente que tiene muchas más posesiones que Hitler. Incluso bastaría con indagar un poco en las posesiones de nuestros actuales dirigentes para dejar a Hitler a la altura de un obrero. Pero si Hitler tuvo un jodido apartamento en Munich y una casa de montaña, pues el asunto ya es espinoso. No creo que la historia pueda achacar a Hitler ningún afán por la posesión. El hecho de que un Jefe de Estado tenga que descansar en una casa de campo no debería indignar a nadie. Excepto si se trata de Hitler, claro. El autor llega a ser tan absurdo que pretende convencernos de que el hecho de que se instalara un sistema de calefacción en casa de Hitler, era un signo de lujo. Llega a conocer tan poco a Hitler que afirma que éste “es bastante friolero”, cuando es conocido que Hitler siempre estaba a temperaturas muy bajas y que a mucha gente le resultaba difícil estar en los fríos barracones de sus cuarteles generales. Pero es que el colmo nos llega cuando afirma que un plato muy apreciado por Hitler era “la salchicha blanca de Baviera” cuando cualquier colegial sabe que Hitler fue un estricto vegetariano, por lo menos desde 1931.
En definitiva, este libro es un absurdo. Un libro que critica incluso a Hitler porque en los últimos días de la guerra su cocina estaba bien surtida, no deja de ser un libro prescindible. Al final la conclusión que saco de los estudios sobre Hitler y el nazismo, es que todo lo que se critica de aquella sociedad, es perfectamente extrapolable a cualquier sociedad. La única diferencia es que es más vendible un libro con una esvástica.